En el capítulo anterior…
Gigi, que no pierde un instante para contarme todo lo que acontece en su vida, me contó lo de sus dos polvos con Pepe, el enfermero de noche. Yo me alegré por ella, pero también me cabreé, porque me había dejado sola en la habitación de una residencia de la tercera edad, ¡¡¡donde te pueden matar, neeenaaa!!!… luego se me fue el cabreo, porque mi Bruno me llamó y quedó en pasar esa misma noche… pero el día era muy largo, y yo tenía muchas cosas que hacer, como entrevistar a los abuelitos…
-¡ALTO AHÍ! -chillaron desde el final de la escalera, y me llevé un susto de muerte, porque yo bajaba las escaleras súper feliz, o comencé a bajarlas súper feliz en el capítulo anterior, nenas.
-¿Está fregada la escalera? –pregunté yo, porque si estás bajando unas escaleras y te dicen eso, lo lógico es que lo digan como advertencia, aunque aquel señor bajito, de unos ochenta años y ocho pelos en la cabeza, tenía cara de cabreo y pocas advertencias.
-¿Cómo? –dijo llevándose una mano a la oreja derecha.
-¡QUE SI ESTÁ FREGADA LA ESCALERA, ABUEEELOOO!
-¡No me grites que no estoy sordo! –dijo de muy mala leche, y se le salió la parte de arriba de la dentadura postiza, a lo Alien, pero sin babas, y se me encogió el culo del susto.
-¡Si sigue con esa actitud, se le van a saltar los dientes! ¡Y no estoy dispuesta a recogerlos del suelo! –qué coño, ¡soy una Diva!, no una recoge dentaduras postizas rechupeteadas.
-Que sepa, que usted a mí, ¡no me va a ver el pito!
-¿Peeerdón? –se me escapó en un gritito bizarro.
-Si es el urólogo, se va a quedar con las ganas de verme el pito, ¡Cochino!
-Mire, abuelito, antes de verle el pito, sería capaz de meter mí cabeza en el culo de un camello, ¡y contar hasta cincuenta!
-¿Qué me ha dicho de GILIPUERTA? –dijo volviéndose a colocar la mano en la oreja derecha.
-Mire, hombrecito de avanzada edad, tengo muchas cosas que hacer, y para tener un diálogo de besugos, para eso llamo a la Gigi, que tiene más gracia y no tengo que bajar la vista –y seguí bajando las escaleras ignorándole completamente, aunque precavida, por si al darle la espalda me lanzaba su dentadura postiza al cuello tipo boomerang.
-¡MARRANO! –me gritó así, de sopetón y me volví.
-¡Mire! Tengo un master en Abuelas, ¿sabe? Y una placa en el Leather, que dice: Aviso a las Abuelas: Cuidado con ésta; así que si me vuelve a insultar…
-¡Qué! ¿Qué va a hacer?
Y me puse en jarras.
-¿Cree prudente insultar a alguien que le dobla en altura? –y me incliné sobre él-. Y los urólogos, no sólo tocamos pitos, también metemos aparatos de gran tamaño por el culo, ¿sabe?
Y ¡oye!, que jamás en mi vida de Diva, he visto a un abuelo de metro de altura, correr con tanta velocidad. Ni aquella vez que un yayo se esmochó por las escaleras del Leather, y las bajó dando volteretas en plan Nadia Comaneci sin magnesio en las manos, hasta quedar con el culo estrellado contra la máquina de tabaco. Después de eso, cambiaron la máquina de tabaco de sitio, porque era más fácil dar una mano de acuaplas y pintura a la pared, que comprar una máquina de tabaco nueva.
-¡Corra! –le grité-. ¡Corra y no pare hasta que vea a los pingüinos de Happy Feet!
-¿Qué ha pasado? –preguntó una voz de mujer detrás de mí.
-Ya nada, Roberta –dije yo, porque se trataba de la directora del centro-. ¡Pero menudo genio que tiene el abuelito ese! Ha sido verme ¡y no parar de insultarme!
-Es Genaro… el pobre hombre está obsesionado con los urólogos…
-¿Tengo yo pinta de urólogo?
-Claro que no, pero es así con todo el mundo. Siempre está discutiendo con todos, pero como ya le conocemos…
Y de inmediato Roberta se puso a andar, y yo la tuve que seguir claro, por esa manía que tenía la mujer de no estar quieta más de dos segundos en ninguna parte de la residencia (por todo lo que había pasado), y nos dirigimos hacia el comedor, donde en esos momentos estaban todos los abuelitos desayunando café con leche y porras, que para los que seáis de fuera de España, os explicaré que son como los churros, pero del tamaño del rabako de Nacho Vidal, supongo que de ahí su nombre ¡PORRAS! ¿Qué marika no ha gritado ¡PORRAS!, al toparse con una polla descomunal, eh? ¿Ah, que vosotras no decís eso? Pues fatal, nenas.
Al entrar en el comedor, a la primera que vi fue a Gigi, al fondo, despidiéndose de Pepe, que se iba en ese momento y que vestido de normal (o sea, sin ese traje de camisa y pantalón blanco), la verdad es que marcaba poco paquete (claro, que con tanto fuelle que le había dado la Gigi, estaría en su posición hibernación del Nostromo, ¡Fin del informe!), y había otro hombre de unos 50 años, muy bien cuidado para su edad, con unos brazos con bíceps del tamaño de los manguitos esos que les ponen a los niños para que no se ahoguen en el mar, sirviendo café y leche a todos los abuelitos.
Claro que fue entrar yo, y ser el centro de TODAS las miradas. Y no me extraña, porque yo iba ideal de la muerte, y los abuelos vestían como para un casting de la nueva película de José Luis Garci.
La verdad es que me sentí a lo Naomi Campbell, cuando hace uno de esos pases de modelos en bikini, y todos quedan mirando cómo le cuelga por la zona del potorro el cordón de las bolas chinas. Sí, nenas, la Naomi sé que las lleva. ¿O por qué si no va con esos ojos tan abiertos? ¿Porque tenga hipermetropía? No, nenas, porque le van haciendo CLAK CLAK CLAK por dentro y le castañean los dientes con tanta vibración.
-¡Hola a todos! –dije como súper educada con la manita, muy a lo Queen Sofía, y los abuelos volvieron a centrarse en su café con leche y porras-. Vaya, qué éxito. No es que esperara que hicieran la ola, pero me he sentido tan insignificante, como Agatha Ruiz de la Prada en una feria de Otakus en Akihabara.
-Señores –dijo la directora y a ella sí que le hicieron caso, más que nada, porque se puso a andar en círculos por todo el perímetro del comedor-. Han venido unos periodistas –y señaló a Gigi y a mí-, para hacerles unas preguntas sobre ESE TEMA del que sé que hablan, y no en mi presencia.
Efectivamente, hablaban de este tema, porque todos dejaron de desayunar, y prestaron toda su atención a Roberta. Incluso varios de ellos, subieron el volumen de su Whisper XL, para entenderla mejor... y sonaron unos incómodos pitidos cuando se acoplaron entre sí los volúmenes.
-Lo habían pedido ustedes, ¿verdad…? -dijo y se detuvo una millonésima de segundo, antes de volver a andar sin rumbo y en círculos.
-¡Habíamos pedido a Pedro J.! –se oyó que gritaban desde una de las mesas.
-Es que está súper liadísimo con otros temas… -dije yo.
-¿Y qué puede ser más importante que lo nuestro? –preguntó otra voz.
-Pues La Pasarela Cibeles, caballero –dije rapidísimo, porque a mí la moda es que me pirra-. Es que había un desfile de su mujer. Ya saben. Esa señora tan rara que no parece de este planeta.
-Ahhh… -se escuchó decir.
Y entonces, me quedé flipada mirando a uno de los abuelos, que me intrigó cantidad porque vestía como El Hombre Invisible. Sombrero, gafas de sol, rostro vendado, chaqueta de pana, camisa blanca y manos vendadas también; justo en ese momento, Roberta pasaba a mi lado, y le dije bajito:
-No sabía que tenían unidad de quemados…
-No le ocurre nada –dijo con una sonrisa-. Sólo es que se cree invisible.
-O sea, que si quiero que me haga caso, lo mejor será que lo ignore, ¿no? Como si no le viera.
-Muy buena apreciación.
-Pos claro, que de vez en cuando tengo ideas originales –y volví a mirar hacia los abuelitos-. Como veo que son ONCE –dije enfatizando el número, aunque en realidad eran DOCE, porque uno de ellos era El Abuelo Invisible-. Creo mi colega y yo, podremos entrevistarles en poco tiempo, y así no entorpeceremos en sus quehaceres cotidianos.
En ese momento, El Abuelo Invisible miró a los lados, como si contara a los demás, y volvió su mirada tras aquellas gafas oscuras hacia mí.
-Se que tienen muchas cosas que contarme, así que, no sean tímidos, y levanten la mano los que quieran ser los primeros.
El Abuelo Invisible fue el primero en levantar la mano. Los demás le ignoraron, y nadie más levantó la mano.
-¡Venga va!, no sean cortados… ¿Seguro que ninguno de vosotros quiere ser el primero?
Y la Gigi, que está en todo, cogió de los sobaquillos a uno de ellos y lo levantó de la silla. El pobre abuelito aún tenía la porra en la boca y le chorreaba por la comisura de los labios el café con leche.
-¡¡¡Creo que ya tenemos a un primer voluntario!!! –dijo Gigi.
Gigi, que no pierde un instante para contarme todo lo que acontece en su vida, me contó lo de sus dos polvos con Pepe, el enfermero de noche. Yo me alegré por ella, pero también me cabreé, porque me había dejado sola en la habitación de una residencia de la tercera edad, ¡¡¡donde te pueden matar, neeenaaa!!!… luego se me fue el cabreo, porque mi Bruno me llamó y quedó en pasar esa misma noche… pero el día era muy largo, y yo tenía muchas cosas que hacer, como entrevistar a los abuelitos…
-¡ALTO AHÍ! -chillaron desde el final de la escalera, y me llevé un susto de muerte, porque yo bajaba las escaleras súper feliz, o comencé a bajarlas súper feliz en el capítulo anterior, nenas.
-¿Está fregada la escalera? –pregunté yo, porque si estás bajando unas escaleras y te dicen eso, lo lógico es que lo digan como advertencia, aunque aquel señor bajito, de unos ochenta años y ocho pelos en la cabeza, tenía cara de cabreo y pocas advertencias.
-¿Cómo? –dijo llevándose una mano a la oreja derecha.
-¡QUE SI ESTÁ FREGADA LA ESCALERA, ABUEEELOOO!
-¡No me grites que no estoy sordo! –dijo de muy mala leche, y se le salió la parte de arriba de la dentadura postiza, a lo Alien, pero sin babas, y se me encogió el culo del susto.
-¡Si sigue con esa actitud, se le van a saltar los dientes! ¡Y no estoy dispuesta a recogerlos del suelo! –qué coño, ¡soy una Diva!, no una recoge dentaduras postizas rechupeteadas.
-Que sepa, que usted a mí, ¡no me va a ver el pito!
-¿Peeerdón? –se me escapó en un gritito bizarro.
-Si es el urólogo, se va a quedar con las ganas de verme el pito, ¡Cochino!
-Mire, abuelito, antes de verle el pito, sería capaz de meter mí cabeza en el culo de un camello, ¡y contar hasta cincuenta!
-¿Qué me ha dicho de GILIPUERTA? –dijo volviéndose a colocar la mano en la oreja derecha.
-Mire, hombrecito de avanzada edad, tengo muchas cosas que hacer, y para tener un diálogo de besugos, para eso llamo a la Gigi, que tiene más gracia y no tengo que bajar la vista –y seguí bajando las escaleras ignorándole completamente, aunque precavida, por si al darle la espalda me lanzaba su dentadura postiza al cuello tipo boomerang.
-¡MARRANO! –me gritó así, de sopetón y me volví.
-¡Mire! Tengo un master en Abuelas, ¿sabe? Y una placa en el Leather, que dice: Aviso a las Abuelas: Cuidado con ésta; así que si me vuelve a insultar…
-¡Qué! ¿Qué va a hacer?
Y me puse en jarras.
-¿Cree prudente insultar a alguien que le dobla en altura? –y me incliné sobre él-. Y los urólogos, no sólo tocamos pitos, también metemos aparatos de gran tamaño por el culo, ¿sabe?
Y ¡oye!, que jamás en mi vida de Diva, he visto a un abuelo de metro de altura, correr con tanta velocidad. Ni aquella vez que un yayo se esmochó por las escaleras del Leather, y las bajó dando volteretas en plan Nadia Comaneci sin magnesio en las manos, hasta quedar con el culo estrellado contra la máquina de tabaco. Después de eso, cambiaron la máquina de tabaco de sitio, porque era más fácil dar una mano de acuaplas y pintura a la pared, que comprar una máquina de tabaco nueva.
-¡Corra! –le grité-. ¡Corra y no pare hasta que vea a los pingüinos de Happy Feet!
-¿Qué ha pasado? –preguntó una voz de mujer detrás de mí.
-Ya nada, Roberta –dije yo, porque se trataba de la directora del centro-. ¡Pero menudo genio que tiene el abuelito ese! Ha sido verme ¡y no parar de insultarme!
-Es Genaro… el pobre hombre está obsesionado con los urólogos…
-¿Tengo yo pinta de urólogo?
-Claro que no, pero es así con todo el mundo. Siempre está discutiendo con todos, pero como ya le conocemos…
Y de inmediato Roberta se puso a andar, y yo la tuve que seguir claro, por esa manía que tenía la mujer de no estar quieta más de dos segundos en ninguna parte de la residencia (por todo lo que había pasado), y nos dirigimos hacia el comedor, donde en esos momentos estaban todos los abuelitos desayunando café con leche y porras, que para los que seáis de fuera de España, os explicaré que son como los churros, pero del tamaño del rabako de Nacho Vidal, supongo que de ahí su nombre ¡PORRAS! ¿Qué marika no ha gritado ¡PORRAS!, al toparse con una polla descomunal, eh? ¿Ah, que vosotras no decís eso? Pues fatal, nenas.
Al entrar en el comedor, a la primera que vi fue a Gigi, al fondo, despidiéndose de Pepe, que se iba en ese momento y que vestido de normal (o sea, sin ese traje de camisa y pantalón blanco), la verdad es que marcaba poco paquete (claro, que con tanto fuelle que le había dado la Gigi, estaría en su posición hibernación del Nostromo, ¡Fin del informe!), y había otro hombre de unos 50 años, muy bien cuidado para su edad, con unos brazos con bíceps del tamaño de los manguitos esos que les ponen a los niños para que no se ahoguen en el mar, sirviendo café y leche a todos los abuelitos.
Claro que fue entrar yo, y ser el centro de TODAS las miradas. Y no me extraña, porque yo iba ideal de la muerte, y los abuelos vestían como para un casting de la nueva película de José Luis Garci.
La verdad es que me sentí a lo Naomi Campbell, cuando hace uno de esos pases de modelos en bikini, y todos quedan mirando cómo le cuelga por la zona del potorro el cordón de las bolas chinas. Sí, nenas, la Naomi sé que las lleva. ¿O por qué si no va con esos ojos tan abiertos? ¿Porque tenga hipermetropía? No, nenas, porque le van haciendo CLAK CLAK CLAK por dentro y le castañean los dientes con tanta vibración.
-¡Hola a todos! –dije como súper educada con la manita, muy a lo Queen Sofía, y los abuelos volvieron a centrarse en su café con leche y porras-. Vaya, qué éxito. No es que esperara que hicieran la ola, pero me he sentido tan insignificante, como Agatha Ruiz de la Prada en una feria de Otakus en Akihabara.
-Señores –dijo la directora y a ella sí que le hicieron caso, más que nada, porque se puso a andar en círculos por todo el perímetro del comedor-. Han venido unos periodistas –y señaló a Gigi y a mí-, para hacerles unas preguntas sobre ESE TEMA del que sé que hablan, y no en mi presencia.
Efectivamente, hablaban de este tema, porque todos dejaron de desayunar, y prestaron toda su atención a Roberta. Incluso varios de ellos, subieron el volumen de su Whisper XL, para entenderla mejor... y sonaron unos incómodos pitidos cuando se acoplaron entre sí los volúmenes.
-Lo habían pedido ustedes, ¿verdad…? -dijo y se detuvo una millonésima de segundo, antes de volver a andar sin rumbo y en círculos.
-¡Habíamos pedido a Pedro J.! –se oyó que gritaban desde una de las mesas.
-Es que está súper liadísimo con otros temas… -dije yo.
-¿Y qué puede ser más importante que lo nuestro? –preguntó otra voz.
-Pues La Pasarela Cibeles, caballero –dije rapidísimo, porque a mí la moda es que me pirra-. Es que había un desfile de su mujer. Ya saben. Esa señora tan rara que no parece de este planeta.
-Ahhh… -se escuchó decir.
Y entonces, me quedé flipada mirando a uno de los abuelos, que me intrigó cantidad porque vestía como El Hombre Invisible. Sombrero, gafas de sol, rostro vendado, chaqueta de pana, camisa blanca y manos vendadas también; justo en ese momento, Roberta pasaba a mi lado, y le dije bajito:
-No sabía que tenían unidad de quemados…
-No le ocurre nada –dijo con una sonrisa-. Sólo es que se cree invisible.
-O sea, que si quiero que me haga caso, lo mejor será que lo ignore, ¿no? Como si no le viera.
-Muy buena apreciación.
-Pos claro, que de vez en cuando tengo ideas originales –y volví a mirar hacia los abuelitos-. Como veo que son ONCE –dije enfatizando el número, aunque en realidad eran DOCE, porque uno de ellos era El Abuelo Invisible-. Creo mi colega y yo, podremos entrevistarles en poco tiempo, y así no entorpeceremos en sus quehaceres cotidianos.
En ese momento, El Abuelo Invisible miró a los lados, como si contara a los demás, y volvió su mirada tras aquellas gafas oscuras hacia mí.
-Se que tienen muchas cosas que contarme, así que, no sean tímidos, y levanten la mano los que quieran ser los primeros.
El Abuelo Invisible fue el primero en levantar la mano. Los demás le ignoraron, y nadie más levantó la mano.
-¡Venga va!, no sean cortados… ¿Seguro que ninguno de vosotros quiere ser el primero?
Y la Gigi, que está en todo, cogió de los sobaquillos a uno de ellos y lo levantó de la silla. El pobre abuelito aún tenía la porra en la boca y le chorreaba por la comisura de los labios el café con leche.
-¡¡¡Creo que ya tenemos a un primer voluntario!!! –dijo Gigi.